De los perros y su perrunidad


A veces, a uno le suceden cosas inquietantes, pero no se da cuenta de ellas hasta pasado un tiempo. Esto fue lo que pasó con el oído de Marcello. Al principio, parecía que escuchara interferencias todo el tiempo, como si hubiera comenzado a experimentar la sensación de captar radiofrecuencias a cada rato. Sonidos débiles o intensos, de cualquier forma y posición, era capaz casi de verlos, de tocarlos. Todos ellos se agolpaban en sus oídos con la intención de ser desencriptados de aquel código indescifrable en el que convergían alrededor de sus orejas. Allí confluían para dibujarse en un apelotonamiento de notas que se peleaban las unas con las otras, por aparecer las primeras en el interior del receptor. 

Poco a poco, el aparente batiburrillo sonoro fue suavizándose, limándose a sí mismo. Fueron apareciendo los primeros atisbos de sentido, y así iba descubriendo más y más entendimiento en el anterior entuerto, hasta que fue capaz de descifrar con precisión cada uno de los sonidos que llegaban a alcanzar sus portentosas antenas. Músicas lejanas, sonido de vehículos a distancias imperceptibles al oído humano, timbres, campanas, choques… todo era recibido y aceptado por el descodificador de la cabeza de Marcello; sin embargo, lo que más impresión le produjo, fue darse cuenta de que era capaz de escuchar conversaciones ajenas si le prestaba atención simplemente a uno de los múltiples canales que podía sintonizar. Como si se tratara de un receptor de radio, según a qué motivo se enfrentara con mayor dedicación, podía percibir con absoluta claridad lo que sucedía en casa de prácticamente todos los vecinos del bloque. Empezó por escuchar más atentamente a la familia del último piso: los Blázquez Núñez. A Marcello le encantó que los cuatro hijos nacimiento de la pareja tuvieran por apellidos dos palabras acabadas en “ez”, le hacía muchísima gracia. Sin embargo, las escuchas no le resultaban en absoluto divertidas. El jolgorio que provocaban las cuatro criaturas era, por demás, cansador. Se preguntaba el can de qué tipo de constitución estarían hechos aquellos dos padres para rebozarse cada día en un fango de paciencia y soportar los lloros, gritos y caprichos de los infantes. Tan insoportables le parecieron, que a los pocos días de comenzar la escucha, la finalizó. 

Pasó por todas las plantas del edificio, por doña Vigi, la viuda del marino mercante, que se pasaba el día hablando por teléfono y contando chismes a sus hermanas; por Ramón Campos, el funcionario de prisiones que vivía justo en el piso de abajo: a ése, lo sintonizaba cuando quería hacer meditación y dejar la mente el blanco, ya que la actividad del apartamento era prácticamente nula. Sin embargo, como siempre que los actos fortuitos impregnan el ambiente de una especie de dimensión que atraviesa la curiosidad, fue la casualidad la que le hizo poner su antena en la más interesante de las viviendas: la de las hermanas Rubi y Milagros. Las dos ancianas, a las que algunos achacaban ya el haber llegado a ser centenarias, continuaban, a pesar de los años, recibiendo a decenas de personas cada día en su casa, con la intención de adivinar su porvenir, y otras cientos de peticiones similares que recibían, siendo todas ellas de lo más diverso y peculiar. La Rubi era la que tenía “el poder”, sin embargo, Milagros, con el paso de los años y con la práctica que le da a uno observar la intuición de la hermana, decía que había logrado también acceder a mundos superiores y a coordinar las visiones oníricas con las presunciones futuribles que se le ocurrían al visionar al “paciente”, tan solo por el tacto. De esta forma, la pareja había creado un círculo de fieles a su alrededor, que acudían periódicamente a visitarlas, como si se tratara de dos santas, o dos gurús a las que consultarle casi cualquier estupidez a la que se enfrentaban en sus vidas. 

La Rubi estaba especialmente coja; aunque las dos lo eran. Arrastraba el pie derecho con más torpeza que desgracia, y Marcello, cuando atisbaba este ruido, sabía que la mujer se estaba acercando al comedor, que era donde recibían a las visitas. Instantáneamente elevaba las orejas, porque sabía que habría sesión de comedia sin tener que pagar entrada por ella. De entre los visitantes cotidianos, le llamó especialmente la atención un hombre que hablaba susurrando, como si tuviera la constante sensación de ser observado y escuchado. El pobre nunca hubiera imaginado que,  a pesar de los susurros, sus plegarias estaban siendo interceptadas por un perro que habitaba dos pisos más arriba. El joven era un jugador de fútbol de un equipo muy importante. Nunca decía el nombre, pero Marcello había decidido que pertenecía al Real Madrid, no sólo porque le caía más simpático que otros clubes, sino también porque tenía el deseo de hacer la sesión de escucha aún más interesante, y que un jugador del Real Madrid le pidiera a la Rubi que hiciera “lo que tuviera que hacer”, para que el tipo metiera los goles que le mantuvieran de estrella del equipo, era, no solo interesante, sino una bomba informativa que tenía que callar, por ética, y para continuar escuchando los secretos ajenos. El joven llamaba a la puerta siempre con dos toques secos, ni siquiera tocaba el timbre. Entonces, Milagros se acercaba a abrirlo y decía: “Pase Sagitario”, para elevar aún el nivel del secretismo que rodeaba al asunto. Después entraba en el salón y saludaba la Rubi, que para aquel entonces ya se encontraría en trance, puesto que decía presentir a las visitas desde que tomaban la decisión de ir su casa. “Las energías planean sin tiempo ni lugar”, decía, con su boca limpia de dientes. Entonces Sagitario empezaba a suplicar “uno más, uno solito más”, decía con la voz angustiada por la desesperación, “no me deje sin goles doña Rubi”, y la Rubi, haciéndose la digna y más tarde, la clemente, rodeada de un halo de conmiseración, siempre le decía: “solo uno más Sagitario, solo uno, ya no puedo cambiar más los planes de Dios. El señor tiene paciencia, pero no es infinita”. Hablaba con tal seguridad, que no era de extrañar que tuviera fieles seguidores de sus palabras. Y lo que nadie sabe es si sería la sugestión del consultante, o que realmente tenía la mujer extraordinaria capacidad para cambiar los destinos de las personas, que parecían funcionar sus técnicas, y sus “trabajos con el Señor”. 

Pasaron varios elementos dignos de renombre, que atrajeron la atención de Marcello. En concreto, le ofreció especial compasión una mujer que parecía de avanzada edad, y que estaba enganchada la pobre al juego de el Bingo. Había ido empeñando, poquito a poco, la mayor parte de los objetos de valor que tenía en casa, haciéndose a sí misma el flaco favor de vivir prácticamente en la miseria. Como una amiga le habló de los poderes de la Rubi, “de las hermanas”, añadía Milagros, y ante la desesperación que le producía su adicción al juego, había decidido hacerles una visita. La pobre mujer contaba cómo escuchaba constantemente en su cabeza una infinidad de números y palabras del tipo: “ochenta y nueve, ocho, nueve” que le hacían acercarse al Bingo de su barrio a probar la suerte que le ofrecía su intuición. Sin embargo, las voces parecían no estar tan atinadas con la fortuna, de modo que continuaba perdiendo sin remedio, y escuchando sin remedio las supuestas combinaciones ganadoras que no tenía forma de encontrar. La Rubi le dijo: “Yo me encargo. Usted vaya tranquila, que no volverá a pisar por ese antro”. A los pocos meses apareció otra vez la viejecita, cargada de una cesta de dulces y productos navideños, para agradecer a la adivina que hubiera conseguido la hazaña de extirparle los números de la cabeza y, sobre todo, alejarle de tan destructiva adicción. 

(Fragmentos de "Distinto Animal")

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