Coracha




Algunas mujeres dicen que se pintan para sí mismas, para verse más guapas; yo las creo, pero nunca fue mi caso. Yo me pintaba para él, para Coracha, para que me mirase, aunque fuera de reojo, cuando me sentaba cerca de él en clase Historia, o cuando salíamos a fumar al descansillo. Me perfumaba y me vestía para él, me ponía a dieta por él, y tenía también falta de sueño y de mejores calificaciones por él. Le observaba tomar el cigarrillo entre sus manos, y fruncir el ceño para encenderlo. Amaba apasionadamente el humo que salía de aquellos labios, y la mirada aterradora con la que se deshacía de las bromas estúpidas de sus amigos. Amaba cada detalle de aquella piel exenta de poros, de madurez. Era un Peter Pan oscuro y triste, nunca sonreía, siempre vestía de negro: era la expresión más sutil de mis deseos ocultos. 

Un día coincidimos al mismo tiempo bajo las jambas de la puerta de entrada a clase. Extendió su brazo para incitarme a pasar. No tenía pinta ser un caballero, ni de hacerse el educado con las chicas, pero le acepté la galantería con una sonrisa. Él me la devolvió, sin dejar de lado su inseparable cigarrillo hasta que no quedaba más que una mínima colilla. Me miró como si me atravesara con el concord por los ojos, y después pareció continuar con ese mundo interior que tanto me atraía. Él fue la razón de que comenzase a cambiar. Él, que cada día parecía mostrarme que no era necesario fingir para existir, que la cruel y arrasadora sinceridad de una triste vida podía ser lo más atrayente del mundo. Él, que era la manifestación viva y sin aditivos de la profunda tristeza que yo, con tanto empeño, trataba cada día de ocultar. Él, sin saberlo, me liberó de las máscaras de la adolescencia. 

Primero fue mi causa; después, con el tiempo, comprendí que también era mi efecto: el efecto de mi necesidad.

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