Clase de espeleología con Emilio Castelar "LOS EVANGELIOS APÓCRIFOS: MANUSCRITOS DEL MAR REVUELTO"


Coracha parecía cumplir con todos los requisitos que le había pedido a lo que debía ser un hombre: era crístico, nirvánico, rimbaudiano, drogadicto y profundamente triste. Encajaba conmigo como un buen tinte de pelo, o las gafas adecuadas. Curiosamente, me ignoró hasta que empecé a dejar de fingir. Dejé de hacerme la femenina, dejé de querer pasar por ingenua, dejé de hacerme la simpática y dejé de sonreír a todo aquel que me pasaba por delante. Él, sin saberlo, me lo había enseñado. Empecé, sencillamente, a observar las actitudes naturales que nacían al relacionarme con los demás, y a permitirme ser y mostrar la espontaneidad de lo que llevaba conmigo. Aquel hecho me produjo un descanso fuera de lo común; no dejé de sentirme triste, ni vacía, ni distinta, ni rara, ni inferior a los demás, pero por primera vez no tenía que ponerme una máscara para parecer otra cosa. Sencillamente, el juez que detestaba a aquel personaje, se había ido, y ahora éramos el personaje y yo, como en un duelo del oeste, mirándonos cara a cara, tratando de descubrir quién era quién y si había algo de verdadero en todo aquel teatro.

En clase de Historia se sentaba dos asientos más a la derecha. Entre medias estaba Diana Santos, una amiga que conservaba del colegio y que me proporcionaba la vitalidad de su lógica contrariada, quizás algo más de lo que estaba ya la mía. Diana no tenía problema alguno para relacionarse con cualquiera, es más, llevaba aquel asunto con tanta naturalidad que fue elegida para el consejo escolar con una mayoría abrumadora. Era carismática y brillante intelectualmente, y además, era un tanto oscura, como yo. Así que, valoraba enormemente su amistad. Ella hablaba lo justo con Coracha, porque también la impresionaba un poco aquel rostro tan precioso y tan triste; sin embargo, no le costaba tanto articular las palabras en su presencia, como me pasaba a mí, que me temblaba todo el cuerpo cuando lo tenía delante.
-No es mi tipo tía- decía cuando bajábamos las escaleras del Instituto en dirección a casa,- demasiado blandengue, a mí me van los tíos más cachas, más brutos, con pelos en la cara y eso. 

Hablaba como si tuviese veinte años, y aún no había cumplido los dieciocho.

Coracha era delgado, de cara muy fina, moreno y con los ojos rasgados. Para la mayoría de las chicas “tenía cara de chica”, de modo que no era el más deseado de la clase, pero tampoco dejaba de estar entre los más guapos del Instituto. Olía a marihuana y almizcle. La verdad era, en mi opinión, que las chicas le tenían miedo, porque en la adolescencia, por lo general, uno no quiere penas, ni dramas, y Coracha parecía ser la personificación de todo aquello de lo que el adolescente huye.

Justo una semana antes de acabar el último curso, Diana enfermó. Esa semana tuvimos tres días clase de Historia. El primer día fue el lunes. Empezó la clase y los dos miramos el asiento de al lado, vacío, entonces él se cambió y se sentó donde solía hacerlo Diana. Más o menos a mitad de clase, sentí una mano que se colocaba en mi rodilla. Una especie de cable de alta tensión invisible me recorrió todo el cuerpo. No quise ni mirar, porque la pacata interior le hubiera retirado la mano, pero ahora, por fin, había decidido no pelearme con ella, ni dejar que dominase mi vida, así que, sencillamente le permití dejar su mano en mi pierna, como si fuera un viajero de mi cuerpo que no había pedido permiso para pernoctar. Pero lo que no sabía yo era que aquel viajero tenía intención de hacer espeleología. Siguió subiendo su mano con firmeza, como si no tuviera ninguna duda. Y yo seguí permitiendo que explorase. Por mi mente pasaron aquellas frases que siempre me acompañaban: “se está aprovechando de ti, para él eres un cuerpo, eres una fresca, no te dejes, que te respete, eres tonta...etc”, pero inexplicablemente, fui capaz de ignorarlas a todas, mientras disfrutaba de aquella mano arqueóloga de mi virginidad. No nos miramos en toda la clase. Parecía que su mano y mi sexo tuvieran vida propia; la primera, por la destreza con la que desabrochó mi cinturón sin mover un ápice del resto del cuerpo; el segundo, porque había decidido esperar a aquella mano por su cuenta.

Tuve que contener un grito cuando sentí lo que fue el primer orgasmo de toda mi vida, mientras la señorita Fräulein hablaba de los discursos de Emilio Castelar.

Los tres días de clase de Historia que tuvo aquella semana, fueron los tres aderezados con el asistente de espeleología, el descubridor arqueológico de la piedra clitorial.

Cuando terminó el curso no volvimos a vernos. Jamás mantuvimos conversación alguna. Me contaron que se había ido a estudiar Ciencias del mar a la Universidad de la Laguna, en Tenerife. Creo que ninguno de los dos necesitaba más, ni menos que aquellos encuentros con la terrenalidad. Coracha abrió mucho más que mi sexo; abrió también mi vitalidad.

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