Molotov

(Fragmento de "Es que si te digo la verdad, no me crees"

Curiosamente, cuanta menos presión siento sobre mis hombros para entregar un trabajo, más se activan la imaginación y el deseo de ofrecer algo nuevo a los lectores. Y justamente cuando más concentrada estaba, se empezó a escuchar una algarabía tremenda que procedía de la plaza. Como es costumbre en los pueblos, ante el escaso hábito de estruendos, me asomé a la ventana para comprobar los hechos: el Molotov y su señora estaban en medio del gentío, rodeados como estrellas de Hollywood, firmando autógrafos y haciéndose fotos con los lugareños. Para que os hagáis una imagen fidedigna de Molotov, os diré que se trata de un tipo con un ochenta por ciento de parecido físico con Alfredo Landa, y el veinte por ciento restante, podríamos decir, se corresponde con Fidel Castro, fundamentalmente por la barba y los voluminosos puros que tiene a bien fumar, aunque también por las ideas socialistas que profesa desde los tiempos inmemoriales en los que se desencadenó toda su extravagante vida. 

Javier Pérez Masía, que es su nombre original, era, como cualquier otro hombre de Martínez, un tipo muy sencillo. Desde los once años aprendió de su padre el oficio de zapatero. Sus días transcurrían en la más absoluta tranquilidad. A los diecinueve se casó con la Marina, hija de la frutera y novia de toda la vida, puesto que desde que tenían ambos uso de razón aseguraban haberse querido. Según Marina, cuando tenían siete años ya se daban besos en la boca, eso sí, poniendo un papel de periódico entre medias, a modo de preservativo. La pobre chiquilla se pensaba que los besos le podían dejar a una embarazada, y no digamos el tacto de las lenguas, que ni por la cabeza se le hubiera pasado entonces dejar que la de Javier se acercase a la suya así, como si tal cosa, como años más tarde le permitiría sin poner resistencia.
A los pocos meses de efectuarse el casamiento, Marina se quedó embarazada de su primer retoño, al que pusieron por nombre León, en homenaje al gran Tolstoi; y no precisamente porque admirasen ninguno de sus libros, (que no los habían leído) sino porque, cuando Javier vio asomar la cabeza de su pequeño en el momento del parto, comenzó a exclamar una serie de alabanzas en ruso que nadie supo de dónde procedían y de las que, por supuesto, él mismo fue el primer extrañado. De pronto era capaz de hablar en ruso con la naturalidad de un nacido en aquella tierra. De hecho, le era imposible retomar una palabra en castellano después de la sarta de frases que profirió en el idioma de la balalaika.  Y mientras la Marina empujaba cada vez más fuerte para sacar a la luz a la criatura, el padre no paraba de intentar tranquilizarla en ruso, para más intranquilidad de la madre, que no dejaba de apretarle la mano para que se callara. La cuestión es que, desde aquel día, el joven comprobó que tenía el don de conocer un nuevo idioma sin tener que haberlo estudiado previamente. El alumbramiento múltiple (el hijo y la lengua) fue seguido por un acceso a la recuperación de sus orígenes maternos, y me estoy refiriendo con ello a que pudo volver a hablar en castellano con normalidad, eso sí, sin necesidad de abandonar los nuevos conocimientos. Lo curioso del caso es que, como en Martínez no había nadie que supiera hablar ruso, nadie podía verificar la autenticidad del milagroso don de Javier, por lo que tuvieron que marcharse a Madrid en busca de un traductor con el que poder mantener una conversación y realizar así las comprobaciones oportunas. El traductor dio el visto bueno a los conocimientos de Javier, al tiempo que le alabó por su excelente acento característico del sur del país. Cuando la pareja volvió al pueblo con la buena noticia, Javier dejó de ser Javier para convertirse en Molotov, en honor al ministro de Stalin, al cual, como a Tolstoi, tampoco conocían, pero habían oído hablar de él y les sonaba “a bulto” como ruso famoso.

Y como sucede en muchas ocasiones en que el acceso a un nivel superior de conocimiento le proporciona a algunas personas una dosis extra de prepotencia, o como comúnmente se dice: “se les sube a la cabeza”, al bueno de Molotov se le subió el pavo por saber idiomas; de modo que un día se dijo a sí mismo y a su mujer que se debían ir a Madrid en busca de un trabajo más adecuado a sus capacidades, que un “erudito” del ruso como él no podía seguir trabajando de zapatero en aquel “pueblo de mierda” (palabras textuales). De modo que una semana más tarde tenían preparada la maleta y se marcharon a la capital en busca de un futuro prometedor. Lo cierto era que en aquellos tiempos no había demasiados traductores de ruso disponibles en Madrid, de modo que no le resultó nada difícil encontrar un trabajo a su medida.

Mientras tanto, en Martínez se comentaban los éxitos de Molotov con todo lujo de detalles y exageraciones. Se decía que había llegado a entrevistarse con los altos mandos de la Unión Soviética y que, incluso, lo habían designado como espía de la nación. Y aunque ninguno de aquellos rumores fuera cierto, porque lo que en realidad hacía Molotov era traducir en comisaría a los delincuentes que atrapaban procedentes de aquellas regiones, no hubo forma de rectificar a las mentes martinianas que ya habían realizado un castillo completo, idealizando y adorando la vida de su convecino entre Madrid y Moscú. De este modo, cada vez que Molotov y la Marina volvían a Martínez, se montaba un revuelo tremendo en el que les pedían que les contaran sus increíbles vidas de espías, mientras los atendían con los ojos como platos, encantados con los relatos de aventuras de la pareja. Éstos, por supuesto, alentaban a la algarabía añadiendo con más mentiras el guiso de la ilusión. “Si les decimos la verdad, no nos van a creer. Quieren que les mintamos para seguir conservando la esperanza de que uno de nosotros ha llegado a ser alguien importante. No seré yo quien les quite esa ilusión a los de mi pueblo”, decía Molotov, como si estuviese realizando una obra de caridad por mantener vivo el engaño de su propia vida.

Así que, ahí estaban Molotov y señora, rodeados, aclamados, bienvenidos e, incluso, agobiados por un éxito que hacía tanto ruido que me estaba impidiendo escribir. Cerré las ventanas cuanto pude, a riesgo de asfixiarme de calor, y continué con mi contienda personal.

Pensando en el éxito de Molotov, surgió inevitable la comparación con el mío. Para mis paisanos era más importante, por lo visto, haber recibido el don de saber ruso por ciencia infusa, que el trabajo diario y el esfuerzo necesario que yo realizaba en mis cuentos. De todos modos… pensándolo bien, no hay mucha diferencia entre uno y otro… al fin y al cabo, la mayor parte de mis cuentos están inspirados en sueños sobre los que tampoco tengo ninguna capacidad de actuar, más que la que me otorgue mi inconsciente… Lo importante era que a mí jamás se me había hecho fiesta semejante en Martínez. Y aunque mi nombre no resulta conocido en ningún listado de escritores a recordar, mis libros infantiles, creo, han hecho felices a cientos de chiquillos cuyos padres tuvieron a bien comprar mis historias. Si, compararse es absurdo, y más aún con el Alfredo Landa de Martínez Míguez; pero los pensamientos, a veces, van más rápidos que la voluntad de uno, y una vez realizado el estropicio, sólo queda limpiar los restos. Mi padre siempre decía que si tú no te comparas con nadie, nadie podrá compararse contigo. Lo cierto es que en su momento no entendía una palabra de lo que significaba aquello; sin embargo, con los años, cada día toma más sentido. De niña me comparaba con el resto de niños del pueblo: ellos iban al colegio, sus padres vivían en la misma casa, tenían hermanos… en fin, que me olvidaba de los miles de dones que me había regalado la vida por el hecho de nacer en mi familia, centrándome en el único hecho de sentirme diferente y autocomparada, examinando constantemente las carencias, y evitando la abundancia. De este modo, seguí comparándome en la universidad, generando también que mis compañeros de curso compitiesen conmigo. Siempre esperaba tener las mejores calificaciones, y si no era así, enfurecía y trabajaba hasta conseguirlas. No me importaba que mis notas fueran buenas, si eran más bajas que las de Margarita Villaescusa, las mías tenían que ser mejores. La cuestión siempre era hacer la diferencia. En ocasiones me sentía una reina encumbrada, y otras tantas una miserable gusana, rata, cucaracha despreciable, que no se merecía si quiera el saludo de la que en otro momento fuera monarca. 

Fragmenos de la novela "Es que si te digo la verdad, no me crees"

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