El antibiótico paterno

(Fragmento de "Es que si te digo la verdad, no me crees")



Es curioso cómo mi padre ejercía de calmante de mi mente: con un abrazo, con una sonrisa o un chiste, eligiendo según la situación. O más que calmante, incluso en alguna ocasión ejerció de antibiótico, como sucedió el día en que mi primo Gonzalo tomaba la primera comunión. Llevaba meses esperando el gran evento. Mi primo, que era dos años mayor que yo, se convirtió, desde que ambos tuvimos uso de razón, en mi gran aliado, un referente, un modelo a seguir. Todos los chicos del pueblo lo seguían, porque tenía ese carácter de liderazgo que convierte a las personas en poseedoras de un carisma especial, como dándoles una responsabilidad para con aquellos que se sienten simplemente seguidores. Y para mí, su prima pequeña, era, además de protector, ese hermano mayor que siempre quise tener y nunca tuve.

Me defendía más allá, incluso, de las disputas potenciales, de aquellas que se quedaban en un simple comienzo porque Gonzalo no daba lugar a que subieran de nivel. Y cuando algún valiente se atrevía a gritar en alto “ahí va Gonzalo con su novia”, él se paraba en seco, los miraba bien de frente e inquisidoramente, y zanjaba la cuestión con un “¡es mi prima, idiota!” que los dejaba callados durante semanas.

Y fue el primer domingo de mayo de algún año lejano en el que él tenía ocho años, y yo la increíble suma de seis, cuando tomaba la comunión. Para mi desgracia, justamente dos días antes del evento, comencé a sentir unos extraños picores que predecían una inminente varicela, hasta que aparecieron los primeros granos que confirmaron la enfermedad y alejaron la predicción. La fiebre fue subiendo como los artículos de Marilyn Monroe en una subasta, hasta llegar a la temible barrera de los cuarenta grados. Mi madre, agotada ya de subir y bajar las escaleras para enfriar toallas que poner en mi frente y axilas, optó por llamar a don Ramón, el médico de Martínez, que acudió raudo y veloz, como solía hacer en esas ocasiones, más que nada porque no se producían muchas y estaba ansioso de ejercer su profesión, vocacional y disfrutada como pocas conocí. Después de hacerme un reconocimiento intensivo, confirmó lo que todos ya sabíamos: “tiene varicela”, dijo; pero, al parecer, para mis padres fueron unas palabras más que necesarias y tranquilizadoras, puesto que, según dicen, más vale enfermedad infantil conocida que enfermedad infantil por conocer. Y cuando salió de allí don Ramón orgulloso de su hazaña, entró en la habitación mi padre diciendo: “eso no es nada, hija, eso lo tienen todos los niños. Además, mejor que la tengas ahora, que si te viene cuando seas mayor se complica mucho”. Nunca supe si fue don Ramón el que había informado a mi padre de aquel documento médico, o si él mismo tenía este dato previamente, lo que sí es cierto es que me calmó al instante saber que el resto de niños también sufrirían mi suplicio, y a los pocos minutos fue bajando la fiebre. Tanto así, que al llegar el día de la comunión del primo Gonzalo, me encontraba mucho mejor y, al menos, pude asistir al banquete y gritar“¡viva el novio!” con el resto de mis primos, que era casi lo que más ilusión me hacía de todo.

Aquel momento fue el primero de muchos otros que se sucedieron afirmando el efecto analgésico, antibiótico y anestésico de las palabras de mi padre en mi cuerpo. Sin embargo, en mi madre parecía producir el efecto contrario, porque la escuché mil veces decir, como para sí misma: “tu padre me pone mala”.

Fragmenos de la novela "Es que si te digo la verdad, no me crees"

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