Evangelio perdido: Marioneta de labios rojos
Mis hermanas mayores, Graciosa y Espejo, se aparecían ante mí pintándome los labios y cardando mi pelo. Tendría yo unos ocho años, y me estaban disfrazando para la fiesta de carnaval del colegio. Como mi familia no tenía muchos recursos por aquel entonces, y no había dinero para comprar vestidos o trajes de princesa, mis hermanas se las ingeniaban para disfrazarme con lo que hubiera por casa, que en aquel momento eran una minifalda, unos zapatos de tacón de flamenca rojos con lunares blancos, una camiseta estrecha y un pequeño bolso rojo a juego con los zapatos. Me cardaron el pelo y me pintaron los párpados de negro y los labios de rojo intenso. Cuando terminaron la obra se rieron como si se les fuese a escapar la vida por la boca.
¿De qué os reís?
Nada tonta... que estás muy guapa.
¿Y de qué voy disfrazada?
De rockera, tú diles a las monjas que vas de Tina Turner.
Tardé varios años en comprender que la verdadera intención de aquellas dos pícaras adolescentes era la de vestirme de puta y mandarme a mi recatado colegio de Hijas de la Caridad con mi inocencia y mis labios rojos revolucionando el casto y artificial ambiente. Cuando las monjas me veían llegar de semejante guisa, cambiaban su gesto, como si el mismísimo demonio estuviera haciendo acto de presencia: ¡Pero hija! ¿De qué vas vestida tú?, y yo contestaba, ingenua y obedientemente: Pues de Tina Turner.
Por aquellas mismas fechas las encontré fumando en el patio de casa, y como yo era tan obediente, sentí que mi responsabilidad era hacer público aquel terrible vicio que, al parecer, habían comenzado a adquirir mis dos modelos de moralidad.
Se lo voy a decir a papá y a mamá.
¡Chivata!
Me da igual, se lo voy a decir.
Y como veían que por la vía del insulto no llegaban a ningún puerto, utilizaban su sibilina inteligencia para conseguir su propósito.
Ven para acá tonta, que te vamos a contar una cosa...
Entonces echaban sus cabezas hacia delante, en señal de reunión de hermanas en la que, por supuesto, también estaba incluida yo, para hacer una confidencia. Ahí me daban en el gusto, porque yo sentía que contaban conmigo para compartirme sus secretos. Nada más lejos de la realidad. Cuando el círculo estaba bien cerrado, mi hermana Graciosa me colocaba un cigarrillo en la boca y me decía: Fuma, boba. Después de toser como una desgraciada, me ofrecía un plátano: Come, que así se te pasa la tos y el mareo... Desde hoy, si le dices a papá que fumamos, nosotras también le podemos decir que fumas tú. Así que, ahora somos cómplices. Aquel día aprendí lo que significaba semejante palabra. Me había hecho “cómplice” de aquellas dos pervertidas. Mi infantil y católica mente de colegio de monjas no podía dejar de generar pensamientos de culpa hacia mi propia personita. Pasé varios meses sufriendo el martirio de mi conciencia. Ahora miro hacia atrás, casi treinta años después, y no puedo creer el dolor que provocan ciertas creencias. No puedo creer que haya tardado tanto tiempo en dejar salir de mi cabeza a aquel demonio y a aquel dios de plástico que actuaban decidiendo los límites del bien y del mal. Tanto tiempo para reconocer que mis hermanas me salvaron de la pacatería que me rodeaba, que se metía por los poros de mi piel, y que gracias a su divina rebeldía adolescente dejé de ser aquella estúpida obediente marioneta de los demás.
¿De qué os reís?
Nada tonta... que estás muy guapa.
¿Y de qué voy disfrazada?
De rockera, tú diles a las monjas que vas de Tina Turner.
Tardé varios años en comprender que la verdadera intención de aquellas dos pícaras adolescentes era la de vestirme de puta y mandarme a mi recatado colegio de Hijas de la Caridad con mi inocencia y mis labios rojos revolucionando el casto y artificial ambiente. Cuando las monjas me veían llegar de semejante guisa, cambiaban su gesto, como si el mismísimo demonio estuviera haciendo acto de presencia: ¡Pero hija! ¿De qué vas vestida tú?, y yo contestaba, ingenua y obedientemente: Pues de Tina Turner.
Por aquellas mismas fechas las encontré fumando en el patio de casa, y como yo era tan obediente, sentí que mi responsabilidad era hacer público aquel terrible vicio que, al parecer, habían comenzado a adquirir mis dos modelos de moralidad.
Se lo voy a decir a papá y a mamá.
¡Chivata!
Me da igual, se lo voy a decir.
Y como veían que por la vía del insulto no llegaban a ningún puerto, utilizaban su sibilina inteligencia para conseguir su propósito.
Ven para acá tonta, que te vamos a contar una cosa...
Entonces echaban sus cabezas hacia delante, en señal de reunión de hermanas en la que, por supuesto, también estaba incluida yo, para hacer una confidencia. Ahí me daban en el gusto, porque yo sentía que contaban conmigo para compartirme sus secretos. Nada más lejos de la realidad. Cuando el círculo estaba bien cerrado, mi hermana Graciosa me colocaba un cigarrillo en la boca y me decía: Fuma, boba. Después de toser como una desgraciada, me ofrecía un plátano: Come, que así se te pasa la tos y el mareo... Desde hoy, si le dices a papá que fumamos, nosotras también le podemos decir que fumas tú. Así que, ahora somos cómplices. Aquel día aprendí lo que significaba semejante palabra. Me había hecho “cómplice” de aquellas dos pervertidas. Mi infantil y católica mente de colegio de monjas no podía dejar de generar pensamientos de culpa hacia mi propia personita. Pasé varios meses sufriendo el martirio de mi conciencia. Ahora miro hacia atrás, casi treinta años después, y no puedo creer el dolor que provocan ciertas creencias. No puedo creer que haya tardado tanto tiempo en dejar salir de mi cabeza a aquel demonio y a aquel dios de plástico que actuaban decidiendo los límites del bien y del mal. Tanto tiempo para reconocer que mis hermanas me salvaron de la pacatería que me rodeaba, que se metía por los poros de mi piel, y que gracias a su divina rebeldía adolescente dejé de ser aquella estúpida obediente marioneta de los demás.
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