Evangelio perdido: una loba esteparia




A veces quiero creer que no, que no soy de aquel tipo de personas que encajan en los atributos de los lobos esteparios, pero cada suceso que acontece en mi vida me indica lo contrario, me señala el camino de la indiferencia para con el sentimentalismo, de la intolerancia para con la falsa amabilidad y las posturas de la "convivencia social". Ya mi cuerpo y mi voz no consienten en decirle a alguien sí, si siento no, o abrazar una conversación inapetente con la paciencia que otro tiempo me caracterizó. He comenzado a no entender por qué las personas cedemos a la carencia y a lo pequeño con tanta facilidad, dejando oculto lo verdadero, como si no fuese ni la mitad de importante. Creemos que callamos por no ofender, o que hacemos por no dañar, pero el daño que infligimos con la mentira de vivir socialmente como animales de manada, educados en la más esclava de las manadas, es de ingentes proporciones. Y yo veo el daño, el daño intenso y doloroso de vivir enajenado en la vida de cualquiera que no es la de uno, veo las terribles telas de araña en las que viven las personas; pero cuando grito, cuando me desgarro la garganta para avisarles, descubro sus miradas de asombro, como si no entendieran nada de lo que les digo. "¿Por qué te preocupas?" me dicen, "no pasa nada", "es así". Y siguen uno y otro y otro día igual, sin querer mirar la miseria de sus vidas, porque ya saben que uno tiene que vivir en el abismo para vivir sin mierda en el cajón. Y da igual a la parte del mundo a la que uno vaya, que en todos lados encuentra a cientos y miles de orugas que se afanan por maximizar su crisálida para no tener nunca que sufrir la transformación de ser una mariposa. Van caminando por la calle como si no sucediese nada, como si la vida solo fuera un sucederse los días en la más absoluta de las cotidianidades. Así contemplo yo, atónita, a mis antiguos compañeros de colegio cuando los encuentro paseando con sus mujeres y maridos; ellos con sus bebés en sus carritos, con sus calvas incipientes y sus barrigas, ellas con sus kilos de más y sus gritos de madre desesperada: “Paquito ¿qué te he dicho? ¿es que no me has oído?”... Lo hemos oído todos; también Paquito. “No tengas hijos, de verdad te lo digo, no hay quien los aguante”. Y mientras tanto pienso que quien no debería tenerlos es alguien que es capaz de pensar así con una criatura delante.

Ya no me salen aquellas palabras que antes me encajaban al ambiente social. Recuerdo que hace tiempo, antes de que me atravesara el huracán que desnudó la realidad de mis mentiras, tenía frases ideales para cada situación, como hacen ellos, como hacen los que van una tarde de domingo a visitar a otras parejas a su casa, solo por pasar el rato. Pero ahora ya no puedo, ahora solo siento náuseas, grandes y profundas, de las que salen de las inmensidades del vientre de la primera madre que me engendró; náuseas por los que consienten que sus días sigan siendo, día tras día, un suceder del tiempo, una enajenación de la vida, un falso paraíso de papel que esconde la putrefacción de su verdad. Pasó un tiempo en que dejé de sentir esa náusea angustiosa cuando veía pasar una de esas parejas normales con sus carritos por debajo de mi ventana; pero la sensación ha vuelto; es cierto, no es tan fuerte como la de antes, pero lo suficientemente repugnante como para que mi instinto lleve a mis ojos a localizar una y otra, y otra más. Como si se tratase de un amargo imán de la vida, a medida que mi náusea aumenta, se sucede en progresión geométrica el número de parejas cotidianas que encuentro a mi alrededor, todas ellas ataviadas de domingo, de repulsivo y católico domingo, con sus coches pagados a plazos y sus chalets adosados de segunda mano, hipotecados buscando la mejor oferta, recorriendo varios bancos y eligiendo solo aquellos en los que el interés sea mínimo, negociado, creyendo que son quienes dominan mientras son ellos los dominados. Me revuelco en el placer de criticarles, de sentirme, en cierta medida, superior a ellos. Les miro por encima del hombro por sus insignificantes preocupaciones. Les miro complaciéndome del dolor que siento por el mundo, porque lo encuentro infinitamente más digno que su superficial vida exenta de toda preocupación social... Pero después, después de la amarga mirada real de este cómico enano viscoso y prepotente que llevo dentro, vuelvo a mirarles otra vez, con sus cargas a cuestas, con los dolores que sufren sin saber cómo, ni cuándo, ni por qué, y se me abre el corazón y quiero consolarles a todos. Son estos extremos de locura y desesperación los que me convierten en una persona indeseable, al tiempo que generosa y amable. Soy las dos cosas a la vez, como el estepario de Hermann Hesse; sin embargo, mi lado oscuro no es un lobo, no es un animal salvaje, sino un enano cobarde y presuntuoso que se compara con todo lo que tiene alrededor. Hace tiempo descubrí que ese enano, el de la vanidad, es el mismo que el de la desvalorización. Son dos caras de la misma moneda. Él se dedica a compararse, a veces sale ganando, y otras sale en desventaja. Es solo eso, pero el enano es el mismo. No hay diferencia entre quien se odia y quien se sobreestima. Por eso me ha repugnado siempre la vanidad, porque en ella me veía a mí misma, a mi propio enano comparador diciéndome que yo era peor o mejor que los demás. Mira que siempre me lo decía mi madre: “Si tú no te comparas, nadie podrá compararse contigo”, pero yo no la entendía, no comprendía aquellas palabras que hoy toman un sentido tan profundamente vertiginoso para mí.

Es por eso que cuando me di cuenta, cuando supe lo que en mí habitaba, hubo de cambiar inevitablemente mi vida, porque una vez que sabes lo que eres ya no hay vuelta atrás, ya no puedes seguir siendo dominado por esa oscura masa viscosa del pasado. Por eso una se mira en el espejo y no se reconoce; por eso una, al observar las fotos de otro tiempo, ve una chica asustada que ni siquiera sabía de sus miedos. Ahora, por fin, sé quién es mi verdadero enemigo: yo. 



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