Divina anarquía




Divina anarquía

Para sus dieciocho años ya se había convertido en una auténtica atea, una cruel enemiga de todo lo que tuviera que ver con Dios, y más aún con sus seguidores. Entabló una especie de anarquía divina, en la que decidió que ella misma sería quien dirigiría su moralidad, sus actos, que no aceptaría las palabras de otro en cuestiones celestiales, pues vendrían de una mente igual de pequeña e insignificante que la suya. La decisión era, por tanto: no creo en Dios, hasta que yo misma demuestre lo contrario. Lástima que tardase unos años más en utilizar esa potente determinación para sí misma, para su propia vida, para esa absurda obediencia a las normas del comportamiento social. 

Divina parecía vivir en dos mundos diferentes: uno interno, oscuro y enigmático; y otro externo dedicado a satisfacer las necesidades de los demás. En raras ocasiones daba un no por respuesta. Si entraba en una tienda, difícilmente se marchaba sin comprarse algo; no le gustaba decepcionar a los demás. Esa fea costumbre de su padre, la había heredado ella con todo lujo de detalles. Tenía un exceso de deseo por agradar, bajo el cual anidaba la misma profunda desvalorización del bueno de Godofredo. Cuando uno no se aprecia, cuando uno no se estima lo necesario, se acaba convirtiendo en un sirviente, en un extraño muñeco de los demás. Siempre son las palabras de otros las que toman mayor veracidad que las de uno, siempre la obediencia rige una especie de controversia interna, que mantiene al desvalorizado en un oscuro rincón de sí mismo. 

Divina era, como diría Antonia San Juan, una “agrado”, porque intentaba agradar a todo el mundo. No soportaba ver la tristeza en las caras de los demás, y por eso se desvivía para complacer a todos. Hoy en día ella os dirá que era tonta del culo, pero en aquel momento hacía lo que veía correcto, lo que le parecía humano, lo que entendía como bueno que, al fin y al cabo, es el mismo engaño al que nos han sometido a todos. 

Tuvo que vivir la crueldad y el dolor de la vida y de la muerte para encararse a la ideología  genética y destruir todo lo que durante tantos años había aprendido. Ya lo dicen los sabios: nada hay que aprender en la vida, más que aprender a desenmascarar lo conocido. 

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