Espejo, o el placer de ser uno mismo


Decía Spinoza que la libertad consiste en guiarse por las propias leyes, y no por las de los demás. Eso Espejo parecía traerlo de fábrica. Ni siquiera tuvo que aprenderlo. Pareciera que sus genes trajesen incorporado el programa que maneja la libertad del individuo con soltura. A Espejo jamás le importó lo que pensaran de ella, y mucho menos hizo nunca lo que otra persona quisiera sin estar de acuerdo previamente consigo misma. 

Cuando cumplió los dieciocho años se fue a vivir con el Choto, el carnicero del barrio, varios años mayor que ella, formal y responsable como pocos. No preguntó a sus padres si podía hacerlo; más bien informó sobre el asunto. Brígida puso muchas objeciones que tuvo que tragarse debido a la insistencia de su hija. Tenía tan claras sus intenciones, que era mejor aceptarlas que llevarle la contraria. De una u otra forma lo haría. “Mejor ir con ella en la decisión, -pensó la madre-, que enfrentarnos eternamente y perderla.”

Por supuesto, las habladurías del barrio no se hicieron esperar: incluían un embarazo inesperado fuera del matrimonio, que Godofredo la había echado de casa, e incluso, hubo quien llegó a imaginar la posibilidad de que Espejo estuviera siendo captada por una misteriosa secta de la que el Choto era el líder espiritual. Como ya se sabe, en estos casos no falta ingenio para encontrar razones a lo que no entendemos de la vida de otros. Es curioso cómo los humanos expresamos más creatividad para desprestigiar a los demás, que para hacer nuestra propia vida un poco más satisfactoria. 

La cuestión es que ninguna de estas versiones le preocupaba lo más mínimo a Espejo. Ella tenía muy claro que el Choto era su hombre. En realidad, llevaba ya casi dos años enamorada de él. Cada vez que iba a comprar los muslitos de pollo que le encargaba su madre, se ponía especialmente guapa, y le robaba el maquillaje a Brígida para resaltar su pálida piel en contraste con su pelo negro y rizado; pero Choto, que tenía más de veintisiete, se volvía loco pensando en lo mucho que le gustaba esa chica de dieciséis que le ponía ojitos mientras él hacía trizas a los animales, y se impedía a sí mismo tener ese tipo de pensamientos con una menor de edad, aunque, como ya se sabe, nada mejor para hacer crecer una idea que la misma idea de anularla. Y así fue como el pobre Choto fue creando su íntima y secreta obsesión por la preciosa y adolescente Espejo. 

Como él se había prohibido a sí mismo tener cualquier tipo de relación con ella, tuvo que ser la joven la que se decidiera a dar el salto, viendo que el carnicero era más soso de lo que había previsto en un principio. Estuvo varias semanas planeando secretamente el ataque. Ni siquiera se lo había contado a Graciosa, y eso que presumían de no tener secretos la una para la otra. Se había dicho a sí misma que no tendría miedo; no había por qué tenerlo, confiaba en su atractivo y en su mirada, y había visto cómo la miraba él. Esos eran datos suficientes para saber que estaba jugando sobre seguro. Por eso, una mañana que su madre la envió a por tres cuartos de mortadela de aceituna, aprovechó para ponerse un poquito de colorete de su madre, uno que había comprado para las grandes ocasiones, y se dispuso a enfrentar el asunto de una vez por todas. 

Como cuando llegó a la carnicería había allí varias señoras, dejó pasar delante de ella a todas y cada una, con el consiguiente nerviosismo del Choto, al que empezaron a caerle gotas de sudor hasta los hombros desde que la vio entrar tan arreglada. Cuando se quedaron a solas, Espejo, con toda la decisión de la que estaba provista, puso sus brazos en jarras y dijo: “Bueno ¿qué? ¿y tú cuándo me vas a invitar a salir?”. Años más tarde reconocería, en la intimidad de su hogar, que si llega a saber que el Choto se queda tan tímido, no se hubiera puesto tan chula. El pobre carnicero, balbuceando, no sabía qué contestarle a aquella muchacha arrebatadora que llegaba llenita de carácter. “Yo... yo...”, “Pues eso, que cuando cierres la carnicería te espero en la esquina de la calle de abajo, que no quiero que nos vea mi madre. Y ahora me pones tres cuartos de mortadela de aceituna, anda.” 

Y ésta fue la primera de cientos de citas que la pareja compartió hasta que la joven cumplió dieciocho años y el Choto se decidió a pedirle que se fuera a vivir con él. Añadió que no era hombre de casorios, que el matrimonio nunca le había llamado la atención, pero que, para él, todo un lobo solitario, el paso que estaba dando era muy importante, a la altura del matrimonio. Ella aceptó. Aceptó porque le quería, porque adoraba sus manos y sus mejillas sonrosadas por el manejo de la carne, adoraba esa timidez y esa rudeza que le habían convertido, a sus ojos, en el hombre más exquisito del barrio. 

Varios meses después de independizarse, Espejo volvió a casa para decir que estaba embarazada y que la criatura nacería “a su debido tiempo”. 

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